Observo mis pensamientos y veo que gran parte de mi energía mental está dirigida a intentar encontrar un modelo lógico que me permita predecir el comportamiento de aquello que me afecta. Mi mente analiza las situaciones donde me siento vulnerable y empieza a proyectar todo tipo de peligros y amenazas. Supongo que este es el comportamiento normal de una mente. También tengo la costumbre de analizar lo que ha ocurrido, buscar fallos y mejoras, e intentar obtener conclusiones que me ayuden a que la próxima vez que ocurra una situación similar, mi mente aplique las correcciones. Pero cuando el funcionamiento estándar interfiere con la capacidad de sentirse bien, y tu vida se convierte en una constante crítica a todo cuanto te rodea, sabes que algo no va como debería.
Si reflexiono sobre
por qué mi mente tiene la obsesión de predecir todas las posibles amenazas,
encuentro en mí una enorme inseguridad. Tal vez de pequeño no me sentía
protegido. Tal vez de pequeño sufrí tanto que mi mente adoptó un estado de
alerta constante. Y tal vez me sentía tan rechazado y fuera de los grupos que
mi chimpancé se hizo a la idea de que no era apreciado, y que debía trabajar
para ganarme el aprecio de los demás. Recuerdo que en mi adolescencia miraba
con envidia a los chicos populares, y veía cómo estas personas recibían el
apoyo de los demás y les reían las gracias. Desde fuera, sentía que esas
personas debían de ser muy importantes y que debían de tener algo que les hacía
especiales. Así que me esforcé por entender qué era lo que hacía a la gente reírse
y favorecer a otras personas. Sentía que yo también necesitaba esas risas, ese
apoyo y esa validación de mi grupo. Pero desde pequeño sentía que no tenía
grupo. Me había obsesionado con el rechazo y la necesidad de sentirme apreciado
y validado. Y en una adolescencia llena de carencias y obsesiones, con una
mentalidad simplista y unos hábitos sociales terribles, mi mente cristalizó
aprendiendo que había algo mal en mí. Además, de algún modo mi mente buscaba
sentirse superior a los demás, probablemente como un torpe intento de demostrar
al exterior que era valioso y que debían confiar en mí, darme crédito e
integrarme en sus actividades.
El problema era que
cuando intentaban integrarme, yo ignoraba por completo los sentimientos de los
demás e intentaba imponer mis ideas y resaltar, llamar la atención para sentir
ese subidón de dopamina que desde muy pequeño había estado recibiendo y que me
hacía sentir eufórico. Era como un niño en una cabalgata, intentando coger los caramelos
que soltaban los adultos en forma de halagos y admiración, y para ello debía
pisar las cabezas de los demás y llegar más alto. Quería llamar la atención de
los mayores para recibir sus alabanzas y sentir su orgullo por mí. Aquello era
lo que mi cerebro identificaba como “importante”. Y, sin embargo, jamás
encontré como “importante” que los compañeros también se sintieran alabados y
admirados. No entendía que los demás niños necesitaban sentirse importantes
también. El éxito de la competición me cegaba, y nadie reparó en que la venda
de mis ojos estaba provocando que me desviase de la verdadera felicidad.
Veinte años después
soy capaz de entender mis errores, pero ya es tarde para cambiar las
consecuencias de mis acciones. El núcleo de mi mente se adaptó a ese estado de
duda constante sobre mí mismo, aceptó que lo normal es que el mundo me rechace,
que las personas muestren su disconformidad con mis acciones y que todo sea
terrible. Y aunque la corteza que ahora predomina en mi mente de adulto
entienda que ya no necesito predecir el futuro y que voy a estar a salvo pase
lo que pase en la mayoría de situaciones, mi niño interior convive con la
creencia de que el sufrimiento se encuentra a la vuelta de la esquina, de que
no voy a poder apoyarme en los demás cuando necesite ayuda porque la gente no va
a sentir lástima por mí.
Lo que siento en el
fondo es miedo. Ahora lo veo más claro que nunca. Y el miedo sólo se puede
vencer dando la cara. Al permitir que mi mente intente predecir el futuro y
cambiar aquello que no le gusta, estoy cediendo al miedo y a la inseguridad que
mi mente simplista lanza constantemente. Esto no va a cambiar nunca, y voy a
seguir sintiendo ese miedo y esa inseguridad siempre. Pero lo que sí puedo cambiar
es mi relación con ese miedo y esa inseguridad. Puedo abrazarlos y demostrarle
a ese chimpancé que no hay nada que temer ni de lo que estar inseguro, para que
al final mi respuesta automática al miedo y la inseguridad no sea huir y
protegerme, sino abrirme a ellos y desafiar la lógica instintiva que mi cerebro
aprendió de una situación que fue inevitable, pues no tenía las herramientas de
las que dispongo ahora.
Soy una nueva
persona conviviendo en un cuerpo antiguo, y los cambios profundos llevan
tiempo. Por eso, a partir de ahora he decidido prestar atención a mi miedo y mi
inseguridad, a mi necesidad de sentirme alabado y acreditado, de recibir mérito
y reconocimiento, para empezar a dejarlos marchar y permitir que la realidad me
afecte como tenga que afectarme, pues ya tengo la capacidad suficiente para
defenderme de los peligros y para seguir proyectando mi camino personal en la
dirección en la que yo deseo, a pesar de las dificultades.
La vida lleva implícita
una gran dosis de conflicto inevitable. Llevo toda la vida intentando evitar el
conflicto porque no me siento fuerte ni protegido, porque siento que voy a
perder y que la pérdida es insufrible. Pero el auténtico poder no lo tiene aquél
que afronta un conflicto sabiendo que va a ganar, sino quien lo afronta
sabiendo que pase lo que pase, va a salir más fuerte. Al final todos morimos
tarde o temprano, así que por muchos conflictos que ganemos en la vida, la
última batalla está perdida de forma inevitable, y dejaremos este mundo igual
que como llegamos a él, solo que con el karma un poquito más limpio.