El observador vive dos realidades:
Por un lado, el exterior. Un mundo lleno de información donde viven otros observadores, donde el espacio y el tiempo parecen seguir un orden lógico, donde la cultura une a los individuos en redes de complicidad y confianza artificial. Pero sólo percibimos una versión distorsionada y filtrada de este mundo. Sólo vemos aquello que nuestra mente nos permite. Y con lo que hemos vimos hacemos una historia, una explicación coherente con lo que creemos.
Por otro, el interior. Un mundo con menos información, pero que de alguna manera parece más real que la realidad misma. En este Universo conviven millones de seres, cada uno luchando por su espacio. Las jerarquías se alteran y surgen nuevas ideas. El valor relativo de cada emoción cambia tanto que es difícil seguir el ritmo. Recuerdos, creencias, pensamientos, emociones, sentimientos, sensaciones físicas, impresiones, deseos, ambiciones, precauciones... Un sinfín de mensajes en tu bandeja de entrada, y un sólo instante para darle sentido a todo eso, porque al instante siguiente vuelve a llegar una nueva oleada de información.
Verás, la naturaleza es aleatoria. Decimos que la naturaleza "nos da herramientas de supervivencia". En realidad la naturaleza da todo tipo de herramientas, pero en el tiempo perduran las que consiguen sobrevivir. Esta es la típica ilusión de la coherencia. Como lo que veo son animales con instintos afilados de supervivencia, entiendo que la naturaleza nos equipa para eso. Pero en realidad es al revés. Porque una de las casualidades de la evolución nos ha dado la capacidad de sobrevivir, es la causa de que perduremos nosotros y no el resto. La naturaleza es aleatoria, y nosotros le damos nombre a los patrones más comunes. Damos nombre como resultado de un consenso, siempre en beneficio de la comunicación. Y esta capacidad, la capacidad de comunicación, forma parte del kit de supervivencia mágico con el que la naturaleza parece "habernos bendecido". Ahora podemos comunicarnos para avisar a otros de los peligros.
Y cuando los peligros parecieron haberse terminado, la mente empezó a expandirse, encontrando nuevas utilidades a la capacidad de comunicarse. Empezamos hablando del pasado, de nuestros recuerdos, de cosas que nos asustaron y que pusieron en peligro nuestras vidas. Otros nos escuchan, comprenden, aprenden y modifican su conducta. Pero para facilitar esta transmisión de información hace falta poner el mensaje en un buen envoltorio que los demás deseen abrir. Así nacieron las historias, y el arte de conectar con los demás a través de las palabras.
Este evento construyó un puente entre el mundo exterior de los observadores (nosotros, los peligros...) que nos escuchaban y nuestro propio mundo interior (emociones, creencias...). Las historias nos han permitido conectar con los demás. Y por eso no es extraño que nuestro propio cerebro haya adoptado este mismo mecanismo de almacenamiento de información. Guardamos los eventos de nuestra vida como historias, con el objetivo de explicar ambas realidades que el observador vive de forma simultánea. Así, cada memoria es una forma de explicar cómo nos afectaron los eventos exteriores a nuestro mundo interior. Y una vez que una historia queda guardada, tiene la particularidad de cambiar y evolucionar como una criatura con vida propia.
Las historias conectan mundos aparentemente separados. Las personas viven caminando sobre el tejido constante de historias que su mente fabrica, y por defecto le damos validez y credibilidad a cualquier historia que parezca tener coherencia. Pero según vamos creciendo y madurando como individuos, las historias se vuelven cada vez más complejas con el fin de conectar y explicar mejor lo que ocurre en ambas realidades, la exterior y la interior. Cuanto más complicada es una historia, más energía consume. Y la energía se nos agota... Lo que quiere decir, cuando no tenemos energía, no podemos encontrar historias coherentes que expliquen adecuadamente las realidades complejas que experimentamos.
Pero llega un gurú con su turbante de seda, con sus barbas canas y su pose magnífica, y nos recuerda que las historias son sólo eso: historias. Nos alienta a ignorar las historias, a salirnos de ese lugar de explicaciones racionales que, a fin de cuentas, no deja de ser una interpretación más (y, a menudo, errónea). Y nosotros le decimos, "¿cómo voy a ignorar las historias? Son la única forma de comprender y recordar las cosas malas del pasado... Porque quiero evitarlas. Necesito evitarlas".
Y entonces el gurú, con la paciencia de una persona que ha escuchado la misma excusa millones de veces, nos pregunta con cariño:
- ¿Por qué quieres evitar que te pasen cosas malas? ¿Acaso no estás agradecido de lo que te han enseñado?
Nosotros respondemos con enfado e indignación:
- ¡¿Cómo voy a estar agradecido de haber sufrido tanto?! Nadie se merece sufrir. Por eso es natural querer evitar que te vuelva a ocurrir la misma cosa. Por eso recordamos las historias. Nos estamos defendiendo para sobrevivir.
Y el gurú, de nuevo lleno de paciencia, nos recuerda, tal y como ha hecho con otros tantos:
- A nadie le resulta cómodo el dolor. Pero como verás, el dolor es la forma que nuestro cuerpo tiene de decirnos que debemos movernos. Debes dejar que el dolor haga su trabajo en tu cuerpo. El dolor es la realidad que experimentas tú. El sufrimiento es la explicación, es la historia que tu mente ha creado. Es la forma que tiene tu mente de rechazar el dolor, de negarlo.
Aún indignados, respondemos:
- Pero aceptar el dolor implica experimentarlo, y es desagradable. ¿Cómo puedo aceptar algo así? ¿No es lógico intentar evitar dolor en el futuro?
Y el gurú, con una sonrisa, viendo que empezamos a comprender su mensaje, nos aclara con la compasión y la complicidad que sólo otro ser humano puede demostrar:
- Crees que puedes elegir entre dolor y no dolor. Pero cuando el Universo te envía una experiencia desagradable, tú sólo puedes elegir entre el dolor de aceptarla, o el sufrimiento de rechazarla. El primero es intenso, pero breve. El segundo es más ligero, pero permanece en nuestra mente como una enfermedad.
Al final, todos somos sentimientos, y tenemos seres humanos.
Y a pesar del dolor, tenemos la maravillosa capacidad de conectar con los demás; para escucharles, para comprenderles, para aprender de ellos y, con suerte, para hacerles sentir que no están solos y que hay otras personas que entienden su dolor y, con complicidad y compasión, están dispuestos a compartirlo.