viernes, 4 de mayo de 2012

Arena

Un reloj. Tic, tac, tic, tac. La monotonía de un ciclo que reverbera en tus oídos. La repetición incesante de dos sonidos cuyo único propósito es recordarte que a cada toque dispones de un segundo menos de vida. Escucha sus latidos de muerte. Mira a tu alrededor. En la habitación en la que te encuentras no hay más luz que la del sol a través de un pequeño orificio excavado en la piedra, dejando una silueta ovalada sobre el suelo áspero y rocoso.

Sin más, solos tu, yo y aquél rayito de sol. Nos miramos. Tic, tac, tic, tac. Cada segundo es distinto, pero todos parecen iguales. Te oigo pensar, y entre los restos de tu fortaleza rebusco un recuerdo al que aferrarme con el que unir nuestras ideas. Ser uno. Pero hasta los escombros guardan secretos que jamás verán la luz. Tic, tac, tic, tac.
Te cojo la mano, y me sonríes. Pierdo la cuenta de los segundos que llevaba. Me paro en tus ojos y me pierdo en tu mirada. Olvido el tiempo y hasta mi propia respiración. Me adentro en la inmensidad del mar que hay tras la cortina de la vida y navego en dirección a tu hogar. Sueño despierto y siento nuevas sensaciones que jamás habría imaginado. El más mínimo contacto me reduce a migajas, a merced del picoteo de cualquier pájaro hambriento. Me vuelvo vulnerable, maleable como el aluminio. Me transformo en un ser de fuego, abrasando todo rastro de oscuridad que pudiera haber a mi alrededor. Brillo como una antorcha en una cueva, espantando las dudas y los miedos. Todo con un simple contacto.

No puedo decir lo que sentí al besarte. Sólo sé que la luz se extendió a toda la habitación, la roca se volvió mármol y el reloj, una canción.

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