La exposición de la ciudad a la naturaleza había sido un beneficio para todos los ciudadanos en épocas del año menos calurosas, pero aquél verano estaba siendo el más peligroso que recordara en toda su vida. El fuego se había provocado en el bosque junto a la ciudad, quemando pastos, prados, huertos y campos de cultivo por igual. Al final había rodeado la ciudad y a pesar de los intentos de las fuerzas de rescate por contener el incendio, en la ciudad había demasiados elementos susceptibles de arder. El resultado fue un desolador paisaje negro y miles de muertos víctimas de las llamas. Era una ruina.
Desde allí arriba se veía todo a salvo, aunque durante el incendio había llegado el humo a cada rincón de la atmósfera. La torre estaba en un sector al otro lado del río que hizo de cortafuegos, por lo que las llamas no llegaron hasta allí. Era un alivio ver que la pesadilla había terminado, pero ahora la ciudad estaba destruida por completo. Ya estaban en marcha los operativos para la reconstrucción, entre los que figuraba una enorme barrera en el perímetro exterior del núcleo urbano que pondría a salvo a los ciudadanos, dejando fuera únicamente los sectores industriales, oficinas, etc, y en esas zonas se prohibió la construcción de parques o demás elementos susceptibles de ser quemados. Era triste saber que una ciudad que mantuvo a sus ciudadanos en contacto con la naturaleza ahora debía protegerse, privando a los habitantes de un beneficio para guardar la ciudad de posibles incendios. Pero era lo que debían hacer. Y él lo observaba todo desde su balcón, todavía pensando en aquella mujer que unos meses atrás le hizo ilusionarse como un niño y que nunca más volvió a aparecer.
El momento había llegado. Harto de esperar, de hacer entrevistas y de observar por el balcón, tomó la decisión de empezar el viaje sin compañía. Solo empezó su viaje y solo continuaría. De modo que hizo las maletas y se marchó del hotel. Dejó su copa de whisky llena encima de la mesa, intacta.