Por fin llegaron a la entrada de la finca, y desde allí abajo pudo divisar todo su hogar. A lo lejos vio los olivares de su padre. Más cerca estaban los huertos donde plantaban una amplia variedad de hortalizas y verduras. Al otro lado justo estaba el gallinero y la pocilga del tío Pedro. Recordó con nostalgia las horas que su hermano y él habían pasado persiguiendo a las gallinas por el corralito cuando apenas tenía 6 años. También divisó la nave donde tenían a Melisandra, la vaca lechera. Su leche era la más deliciosa que había probado nunca. Todas las mañanas le despertaba su madre con un huevo frito de las gallinas, tostadas con mermelada y un vaso de leche recién ordeñada de Melisandra. Y cuando era época, durante unos días, un zumo de naranjas de su propio naranjo. El día en que nació plantaron una semilla de naranja en una maceta como recuerdo de aquél día. A los 4 años el niño empezó a regar todos los días su naranjo, y con el tiempo le cogió mucho cariño. Le gustaba medir su altura y compararla con la de su propio cuerpo.
Por eso, cuando bajaron del coche, el niño fue corriendo a la parte trasera de la casa donde estaba plantado su árbol. La abuela, que ya le conocía de sobra, se rió de buena gana cuando el niño ignoró a todo el mundo que había salido a recibirles para ir directamente al naranjo. Cuando dio la vuelta a la casa, se encontró al niño mirando sorprendido al árbol. En un año el árbol le había sacado dos cabezas. Las ramas más bajas le llegaban a la altura del cuello, y el arbolito ya tenía follaje suficiente para dar sobra a un metro cuadrado por debajo de él, e incluso había un par de docenas de naranjas maduras listas para comer. El niño miró a la abuela con una sonrisa de oreja a oreja, y la abuela le devolvió la sonrisa. Entonces el chico arrancó las dos naranjas más maduras del árbol y fue corriendo hacia su abuela con ellas en las manos. Juntos entraron en la cocina, donde el chiquillo, sin perder la sonrisa, se sentó con energía en la ornamentada mesa de madera. Al poco rato su abuela le tendió un enorme vaso de zumo de naranja. El niño lo miró con los ojos llenos de alegría y se llevó el vaso a los labios. Mientras se lo bebía, cerraba los ojos y recordaba otra vez las mañanas con su desayuno favorito, y durante lo que duró el vaso de zumo se dejó embriagar por las emociones y por el aroma a naranja más dulce que jamás probaría, y de nunca olvidaría.
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