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Estuvo así varios días, sentado en el sillón. Su mirada se perdía más allá de los cristales empañados cubiertos por ríos descendientes de agua. La niebla ligera de aquél día cubría los edificios más lejanos, envolviendo al mundo en un ambiente de soledad propio de aquellos días de primavera. Se encontraba a oscuras en el cuarto, con las cortinas de encaje ocres abiertas para dejar pasar la luz que ofrecía aquél día; poca y triste, daba a la estancia un aspecto aún más antiguo, y allí, entre aquellas cuatro paredes, todo parecía haber perdido la vida. La chimenea de mármol blanco, la vieja radio del abuelo encima de ésta, la mesa del té, los sofás viejos y rematados en ornamentaciones propias del siglo XVII, las estanterías de madera oscura empotradas y llenas de libros de historia, la lámpara dorada de araña colgando del techo, que a la vista de aquella luz daba la impresión de burlarse de todo el que la miraba como diciendo "ni si quiera yo voy a alegrarte la vista".
Pero la imagen que ofrecía el exterior no era mucho más alentadora. Los abetos se habían dejado abatir por las heladas del invierno, quedando derrotados junto a cipreses, olmos y demás árboles cuyas ramas se inclinaban como los brazos de un boxeador a punto de perder el conocimiento. La tierra, reblandecida por la lluvia, se había convertido en un páramo de barro y charcos que reflejaban la misma visión lúgubre que se veía por encima de ellos. El columpio del gran pino del patio se mecía suavemente hacia adelante y hacia atrás, y otra vez hacia delante, mientras las gotas seguían estrellándose y repicando contra el cristal de los enormes ventanales.
Del mismo modo que aquél día de Abril, su cabeza albergaba imágenes igual de lúgubres y desoladoras. Recordaba con amargura la última vez que la vio a Ella. Recordaba aquella despedida que se había quedado grabada en su mente. Evocaba sus palabras una y otra vez, que resonaban entre ecos en su cabeza, entremezcladas con las palabras dulces que un tiempo antes solía susurrarle al oído. Cerró los ojos con un gesto de dolor pausado. Siguió recordando todos los momentos que habían pasado juntos, todas las veces que se habían arropado bajo la manta que los abrigaba en las gélidas tardes de invierno; las mañanas de verano en las que se la encontraba dormida a su lado, aún entre los brazos de Morfeo; el olor de su pelo mezclado con el de la hierba fresca en el parque cuando se tiraban horas hablando de nada y de todo, tumbados al sol y la brisa. Con cada recuerdo, algo dentro de él se hacía un poquito más estrecho, se retorcía. Pero no podía evitar aquél pequeño suicidio interno. Su corazón se había vuelto frío, y en ese momento sólo quedaba de él un cadáver podrido por dentro e insensible. Ni las estocadas de dolor que le transmitían aquellos recuerdos lograban hacerle llorar. Siguió mirando por la ventana durante toda la tarde, hasta que se quedó dormido con la noticia de la defunción arrugada sobre su regazo.
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