domingo, 25 de marzo de 2012
Cotton Candy
Aún recuerdo el último verano que pasé con mi abuelo. Era agosto cuando salimos a pasear por el pueblo, a la zona más próxima a la playa. Atravesamos los pequeños puestos de abalorios y complementos que instalaban todas las noches para atraer a los turistas, y nos alejamos del paseo marítimo para dirigirnos hacia la feria. La gigantesca noria se podía ver desde todos los rincones del pueblo, con cientos de bombillas de colores girando lentamente. Lo más característico de la feria era aquel surtido de olores que aumentaban según te ibas acercando al lugar. Churros, patatas fritas, pescaditos fritos, palomitas recién hechas... Todos estos olores se iban alternando y mezclándose a medida que uno iba recorriendo el lugar. Ese ambiente cargado, aquella atmósfera embriagadora, los sonidos de la maquinaria, la música, la gente... Recuerdo todo aquello con mucho cariño, y a mi abuelo, que me llevaba de una mano, mientras en la otra sujetaba torpemente un gigantesco algodón de azúcar tan grande como yo. Era una sensación maravillosa la de hundirse entre aquella nube y disfrutar de la paz que ofrecía ese dulce momento.
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