viernes, 27 de julio de 2012

Decisiones

Era verano en la gran ciudad. El sol brillaba en el zenit de su poder, castigando con sus invisibles manos a todo aquel que osaba exponerse a su alcance. Desde el balcón de la torre estaba a salvo de aquellas garras abrasadoras y disfrutaba de una brisa veraniega muy agradable. Allí estaba, como tantas otras veces, apoyado sobre la barandilla de piedra, desde donde alcanzaba a ver la destrucción del paisaje. Un incendio había acabado con gran parte de la ciudad. Sólo quedaban en pie algunos de los maltrechos cimientos de edificios. El resto estaba perdido.

La exposición de la ciudad a la naturaleza había sido un beneficio para todos los ciudadanos en épocas del año menos calurosas, pero aquél verano estaba siendo el más peligroso que recordara en toda su vida. El fuego se había provocado en el bosque junto a la ciudad, quemando pastos, prados, huertos y campos de cultivo por igual. Al final había rodeado la ciudad y a pesar de los intentos de las fuerzas de rescate por contener el incendio, en la ciudad había demasiados elementos susceptibles de arder. El resultado fue un desolador paisaje negro y miles de muertos víctimas de las llamas. Era una ruina.

Desde allí arriba se veía todo a salvo, aunque durante el incendio había llegado el humo a cada rincón de la atmósfera. La torre estaba en un sector al otro lado del río que hizo de cortafuegos, por lo que las llamas no llegaron hasta allí. Era un alivio ver que la pesadilla había terminado, pero ahora la ciudad estaba destruida por completo. Ya estaban en marcha los operativos para la reconstrucción, entre los que figuraba una enorme barrera en el perímetro exterior del núcleo urbano que pondría a salvo a los ciudadanos, dejando fuera únicamente los sectores industriales, oficinas, etc, y en esas zonas se prohibió la construcción de parques o demás elementos susceptibles de ser quemados. Era triste saber que una ciudad que mantuvo a sus ciudadanos en contacto con la naturaleza ahora debía protegerse, privando a los habitantes de un beneficio para guardar la ciudad de posibles incendios. Pero era lo que debían hacer. Y él lo observaba todo desde su balcón, todavía pensando en aquella mujer que unos meses atrás le hizo ilusionarse como un niño y que nunca más volvió a aparecer.

El momento había llegado. Harto de esperar, de hacer entrevistas y de observar por el balcón, tomó la decisión de empezar el viaje sin compañía. Solo empezó su viaje y solo continuaría. De modo que hizo las maletas y se marchó del hotel. Dejó su copa de whisky llena encima de la mesa, intacta.

jueves, 19 de julio de 2012

Reflexión

Hoy no toca compartir un sentimiento con una historia, como suelo hacer. Hoy invito a los posibles lectores a compartir conmigo una reflexión de trascendencia antropológica que tal vez todos conozcan pero no todos se hayan parado a analizar. Se trata de la forma de actuar con los demás.

Todos sabemos que cada persona es un mundo, cada persona tiene sus cualidades y sus defectos. Pero en común tenemos todos el deseo de llevarnos bien con las personas que tenemos cerca, o al menos todo lo bien que las circunstancias nos permiten. Para llevarse bien con alguien lo único que hay que hacer es intentar agradarles. Se inventaron para ello una serie de normas de educación y protocolos que facilitan la tarea de tener un trato agradable con la gente. Básicamente estas normas se basan en no hacer cosas que puedan molestar a los demás. Y como nadie espera nada de gente que no conoce, basta con limitarse a no molestar a esas personas. No hace falta molestarse en intentar adivinar lo que esa persona necesita, quiere o le gustaría tener, ya que ni esa persona nos lo pide, ni espera que se lo demos. En cambio resulta agradable, extremadamente agradable, cuando alguien que no conocemos de nada nos echa una mano y nos aporta algo más que amabilidad y respeto. Son esos pequeños gestos de amabilidad que ciertas personas observadoras disfrutan haciendo, como por ejemplo cedernos el puesto en el supermercado si ven que llevamos prisa, cedernos el asiento en el metro por pura amabilidad y no por la regla implícita de ceder el sitio a personas mayores o con dificultades, o un caso que me conmovió muchísimo una vez cuando vi a un joven de unos 25 años cargar con las bolsas de una mujer ya de avanzada edad, pero para nada inválida, desde que se bajó del autobús hasta su portal. Al principio la mujer le agradeció la ayuda e insistió en que no era necesario, pero el muchacho estaba dispuesto a ayudarla. La mujer cedió, llenando al muchacho de alabanzas y agradeciéndole con mucha cortesía su acción. Yo iba detrás de ellos, me bajaba en la misma parada, y para sorpresa mía el chico volvió sobre sus pasos tras dejar las bolsas de la señora en el portal de su casa. Casi lloré de alegría.

Pero en cambio existe mucha otra gente que vive en su mundo, que tiene demasiados problemas en la cabeza y que no le importa lo más mínimo la gente que vive a su alrededor. Esta gente es a la que la vida ha tratado mal y como consecuencia se han creado una máscara de odio contra el mundo, se han vuelto autónomos y no esperan recibir nada del mundo ni tienen nada que ofrecerle. Viven aislados. Han perdido su humanidad.

La mayoría de las personas se mueven entre estos dos extremos, en mayor o menor medida. Invito al lector a reflexionar en qué escalón se encuentra y a plantearse si no sería más agradable hacer un esfuerzo por ser como ese chico joven de 25 años, igual de servicial y atento a cualquier necesidad de alguien que le importe,  y también le invito a apreciar, igual que la ancianita, las cosas buenas que hacen los demás por nosotros, valorarlas y demostrarles a estas personas nuestro agradecimiento a base de devolverles un poquito de lo que ellos nos dan.

Cada persona tiene su corazón, su forma de ser y cada uno está dispuesto a entregar una cantidad de cosas. Pero el mundo sería un lugar mejor si todos estuviéramos en el mismo extremo. Por eso creo que es inteligente darse cuenta de lo que uno puede mejorar de sí mismo y no justificarse en el típico "yo soy así y no tengo por qué cambiar". El cambio surge por sí solo en las personas según se adaptan al medio que les rodea. Puede que ahora te vaya bien siendo así de cerrado y egoísta, ya que así es como el mundo te ha obligado a comportarte para protegerte. Pero rectificar es de sabios, y tarde o temprano deberás aprender a manejar las puñaladas que te lanza la vida sin perder la sonrisa de la cara. Porque al final si uno sonríe, es más probable que la gente que nos rodea nos devuelva la sonrisa. A veces hay que hacer cosas aunque no nos salgan por sí solas para adaptarse a situaciones o a personas para conseguir aquello que queremos. No malgastes las oportunidades, porque son limitadas.

miércoles, 11 de julio de 2012

A salvo

Mientras viajaba en el coche, el niño de 9 años observaba el paisaje de su tierra natal. El otoño había dejado a su paso millares de árboles desnudos, y sus hojas se acumulaban en los laterales de la estrecha vía que llevaba a su antiguo hogar. Los campos brillaban de un espléndido color dorado al reflejo del sol, y las ráfagas de viento hacían que aquello pareciese un mar de oro líquido. A lo lejos, las nubes jugaban a dar forma a infinidad de objetos, tantos como la mente de un chiquillo pudiera albergar. El niño seguía observando con detalle cada árbol, cada muro, y recordaba todos los momentos que había pasado jugando mientras su abuelo y su padre trabajaban en el campo. Ya faltaba poco para llegar a la finca. La emoción se apoderaba por momentos de él, y empezaba a jadear y a saltar inquieto en el asiento como un perrillo que espera a que jueguen con él.

Por fin llegaron a la entrada de la finca, y desde allí abajo pudo divisar todo su hogar. A lo lejos vio los olivares de su padre. Más cerca estaban los huertos donde plantaban una amplia variedad de hortalizas y verduras. Al otro lado justo estaba el gallinero y la pocilga del tío Pedro. Recordó con nostalgia las horas que su hermano y él habían pasado persiguiendo a las gallinas por el corralito cuando apenas tenía 6 años. También divisó la nave donde tenían a Melisandra, la vaca lechera. Su leche era la más deliciosa que había probado nunca. Todas las mañanas le despertaba su madre con un huevo frito de las gallinas, tostadas con mermelada y un vaso de leche recién ordeñada de Melisandra. Y cuando era época, durante unos días, un zumo de naranjas de su propio naranjo. El día en que nació plantaron una semilla de naranja en una maceta como recuerdo de aquél día. A los 4 años el niño empezó a regar todos los días su naranjo, y con el tiempo le cogió mucho cariño. Le gustaba medir su altura y compararla con la de su propio cuerpo.

Por eso, cuando bajaron del coche, el niño fue corriendo a la parte trasera de la casa donde estaba plantado su árbol. La abuela, que ya le conocía de sobra, se rió de buena gana cuando el niño ignoró a todo el mundo que había salido a recibirles para ir directamente al naranjo. Cuando dio la vuelta a la casa, se encontró al niño mirando sorprendido al árbol. En un año el árbol le había sacado dos cabezas. Las ramas más bajas le llegaban a la altura del cuello, y el arbolito ya tenía follaje suficiente para dar sobra a un metro cuadrado por debajo de él, e incluso había un par de docenas de naranjas maduras listas para comer. El niño miró a la abuela con una sonrisa de oreja a oreja, y la abuela le devolvió la sonrisa. Entonces el chico arrancó las dos naranjas más maduras del árbol y fue corriendo hacia su abuela con ellas en las manos. Juntos entraron en la cocina, donde el chiquillo, sin perder la sonrisa, se sentó con energía en la ornamentada mesa de madera. Al poco rato su abuela le tendió un enorme vaso de zumo de naranja. El niño lo miró con los ojos llenos de alegría y se llevó el vaso a los labios. Mientras se lo bebía, cerraba los ojos y recordaba otra vez las mañanas con su desayuno favorito, y durante lo que duró el vaso de zumo se dejó embriagar por las emociones y por el aroma a naranja más dulce que jamás probaría, y de nunca olvidaría.

domingo, 8 de julio de 2012

Bloodlust

El sol brillaba sobre el campo de batalla. Dos ejércitos en formación a pocos centenares de metros. El muchacho formaba parte del escuadrón "Averno", como lo habían denominado. Sería el primer escuadrón en entrar en batalla, y el último en abandonarla. Sus componentes eran los hombres de menor habilidad, un blanco fácil para los arqueros y una presa fácil para el enemigo. Aquellos integrantes sabían que su vida llegaría a su fin aquella misma tarde, pero no la abandonarían sin haberse llevado por delante unas cuantas cabezas. Los desertores se ganaban la misma muerte pero con menos honor. A ellos los recordarían como la primera estocada a las costillas del rival.

El joven muchacho, de 19 años, equipado con su casco, su armadura, una rodela en la mano izquierda y su preciada espada bastarda, había sido de los mejores de su promoción; un atajo de violadores, ladrones y demás hombres cuya condena a muerte por lo menos serviría de algo para el reino. A él lo habían enviado allí por robar gallinas para su hermana pequeña a un granjero que había tenido la precaución de poner trampas para gente como él. Por eso estaba allí, ante la muerte, sin mostrar ni un ápice de miedo, ya que el miedo se basa en la esperanza, y él sabía el destino que le deparaba. Allí, todo orgullo y coraje, miraba a los ojos al ejército al otro lado del valle.

En aquel momento todo era silencio. El único sonido era el de su propia respiración y el de los estandartes hondeando al viento. En su cabeza había tratado de imaginar cómo sería el golpe inicial, y cada vez era distinta. Aún así sabía que ninguna de las escenas que su mente montase sería la acertada. Por eso esperaba con ansia a la orden del capitán. Quería sentir su espada contra las carnes del enemigo. Quería ver la sangre salpicar a todos lados. Sentía la adrenalina correr por sus venas con sólo imaginarlo. Estaba preparado para morir, pero sabía que detrás de él dejaría varios cadáveres para alimentar a los cuervos. La furia se apoderaba de él y la impaciencia empezaba a invadirle. Quiso ser él mismo quien gritara "¡carga!".

Se contuvo, y siguió mirando con la cabeza alta a su enemigo. Su capitán levantó la espada en alto y gritó:

-¡Escuadrón Averno! ¡Sois la punta de la lanza que dará muerte al enemigo! ¡Sois las patas del caballo de nuestro ejército! ¡De vosotros depende la victoria! ¡Que vuestra espada no se pare hasta que no lo haga vuestro corazón! ¡Que vuestra mirada no se apague hasta que no lo haga vuestra vida! ¡Sois los demonios que ellos temen! ¡Su sangre alimentará vuestras espadas, y demostraréis vuestra fuerza y valor a esos perros! ¡Se hablará de vosotros durante mucho tiempo, y formaréis parte de la historia como el escuadrón Averno! ¡Por la victoria!

-¡¡POR LA VICTORIA!! -corearon todos -¡¡POR LA VICTORIA!!

Las espadas y los escudos se entrechocaron al unísono, creando una melodía de metal contra madera maravillosa. Los gritos de todo el ejército iban uniéndose al coro. La sangre se aceleraba, la furia volvía a aparecer, y esta vez fue el capitán quien gritó con la espalda en alto:

-¡¡¡CARGAAAAA!!!

miércoles, 4 de julio de 2012

Cristal

En la costa siguen vivas,
las tormentas no han cesado.
Iros, que las olas rompan
sobre otro acantilado.
Éste, viejo, ya ha quedado
por el tiempo desgastado
y las rocas que sostuvo
al final se derrumbaron.
Los martillos de la vida
repican sobre los clavos,
y sus ecos amortiguan
los gemidos del esclavo,
que a merced de los cayados
que su espalda ha encontrado
en ruinas ha convertido
los restos de su pasado.

No hay salida, no hay camino
más que aquél que has encontrado,
No hay señal que identifique
la estrella que estás buscando.
Y aunque lloras por la noche
nadie escucha tu canción.
A salvo bajo la almohada,
tu cristal, tu corazón.

Despiertas, un nuevo día,
una nueva soledad,
pero el mismo pan de siempre
vuelves a desayunar.
Un tazón de incertidumbre,
cucharadas de dolor,
tostada de pan de miedo
untada en resignación.
Luego empiezas tu jornada,
y realizas tu deber;
al mismo mundo de siempre
te obligan a complacer.
Y aunque siempre te preguntas
cuánto más has de aguantar,
la respuesta nunca llega,
y te mueres sin hogar.


No hay salida, no hay camino
más que aquél que has encontrado,
No hay señal que identifique
la estrella que estás buscando.
Y aunque lloras por la noche
nadie escucha tu canción.
A salvo bajo la almohada,
tu cristal, tu corazón.

Deberías ser capaz
de mirar una vez más
lo que fuiste alguna vez,
lo que nunca más serás,
porque el tiempo es siempre igual,
todo cambia, y tú también.
Rompe ahora tus cadenas,
muéstrales lo que no ven.

Muéstrales lo que no ven...
Muéstrales lo que no ven...


No hay salida, no hay camino
más que aquél que has encontrado,
No hay señal que identifique
la estrella que estás buscando.
Y aunque lloras por la noche
nadie escucha tu canción.
A salvo bajo la almohada,
tu cristal, tu corazón.