sábado, 26 de septiembre de 2020

Desprotegido

 Y cómo duele... Más allá de lo que vemos está lo que sentimos. Nuestra mente es más sabia de lo que parece. Incluso un niño de 8 años es capaz de comprender los signos de rechazo y repudio... Pero no es capaz de entender por qué se produce. O al menos no es capaz de entenderlo porque porque no es capaz de comprender cómo se sienten los demás. Su mente está demasiado ocupada descifrando por qué ya no tiene la atención y el reconocimiento que tuvo en el pasado. Su identidad se veía en peligro por todos lados.

En aquél pozo oscuro, frío, cubierto por musgo y polvo, donde su llanto se perdía sin ser escuchado, pero su dolor resonaba con el eco de las piedras. Las lágrimas de desconsuelo brotaban sin parar, mientras su mente se perdía en un laberinto de preguntas sin respuesta. Esperando a que alguien viniera a rescatarle, cansado de intentar trepar, su vida perdía brillo cada día. De algún modo seguía luchando, con el poco sentido del humor que le quedaba. De algún lugar de su alma surgía una chispa de alegría y entusiasmo que le permitía seguir respirando, a pesar de que cada bocanada de aire sabía a metal, como cuchillos.

Ya se hizo a la idea de que este sería su eterna morada, el lugar que le correspondía. Y en su intento de huir sólo lograba caer un poco más en la oscuridad. Era inútil. Y a pesar de todo, seguía soñando, y en sus sueños aparecía un ángel en forma de mujer que le sacaría de aquél infierno helado e inerte.

De pronto...

De pronto alguien le llamó por su nombre. Con el eco resonó por cada rincón del pozo. El niño levantó la vista con incredulidad. ¿Quién podría estar prestándole atención, si ya no existía, no era nadie?. Su nombre volvió a sonar. La voz se oía por todas partes, pero no surgía de fuera del pozo, sino de dentro. Otra vez sonó, en voz alta y clara. En su mano derecha brilló una luz roja, intensa, desprendiendo fuerza y seguridad. De su puño nació de nuevo la voz grave que le llamaba. Y en su mano izquierda una luz púrpura le llamó con voz suave. Como una canción, las voces se alinearon, resonando armónicamente y llenando el lugar de un brillo cálido.

Y todo cambió. Ya no estaba en el pozo, y ya no era un niño. A su alrededor caminaban rostros familiares, personas que le querían y le respetaban. Miradas cariñosas y sonrisas que decían "me alegro de verte". Las lágrimas volvieron a brotar de sus ojos, esta vez de alegría. Por fin terminó la pesadilla. Sin darse cuenta, había salido de la oscuridad y ahora caminaba junto a otras personas maravillosas con las que compartía sentimientos, intereses e ilusiones. ¿Cómo había llegado hasta allí?

La respuesta era difícil de explicar, pero fue un proceso largo y doloroso de aprendizaje. Tuvo de dejar de ser él para luego reencontrarse consigo mismo. Era como volver a caminar en unos viejos zapatos. Ahora debía volver a acostumbrarse.

martes, 12 de mayo de 2020

Conflicto


Observo mis pensamientos y veo que gran parte de mi energía mental está dirigida a intentar encontrar un modelo lógico que me permita predecir el comportamiento de aquello que me afecta. Mi mente analiza las situaciones donde me siento vulnerable y empieza a proyectar todo tipo de peligros y amenazas. Supongo que este es el comportamiento normal de una mente. También tengo la costumbre de analizar lo que ha ocurrido, buscar fallos y mejoras, e intentar obtener conclusiones que me ayuden a que la próxima vez que ocurra una situación similar, mi mente aplique las correcciones. Pero cuando el funcionamiento estándar interfiere con la capacidad de sentirse bien, y tu vida se convierte en una constante crítica a todo cuanto te rodea, sabes que algo no va como debería.

Si reflexiono sobre por qué mi mente tiene la obsesión de predecir todas las posibles amenazas, encuentro en mí una enorme inseguridad. Tal vez de pequeño no me sentía protegido. Tal vez de pequeño sufrí tanto que mi mente adoptó un estado de alerta constante. Y tal vez me sentía tan rechazado y fuera de los grupos que mi chimpancé se hizo a la idea de que no era apreciado, y que debía trabajar para ganarme el aprecio de los demás. Recuerdo que en mi adolescencia miraba con envidia a los chicos populares, y veía cómo estas personas recibían el apoyo de los demás y les reían las gracias. Desde fuera, sentía que esas personas debían de ser muy importantes y que debían de tener algo que les hacía especiales. Así que me esforcé por entender qué era lo que hacía a la gente reírse y favorecer a otras personas. Sentía que yo también necesitaba esas risas, ese apoyo y esa validación de mi grupo. Pero desde pequeño sentía que no tenía grupo. Me había obsesionado con el rechazo y la necesidad de sentirme apreciado y validado. Y en una adolescencia llena de carencias y obsesiones, con una mentalidad simplista y unos hábitos sociales terribles, mi mente cristalizó aprendiendo que había algo mal en mí. Además, de algún modo mi mente buscaba sentirse superior a los demás, probablemente como un torpe intento de demostrar al exterior que era valioso y que debían confiar en mí, darme crédito e integrarme en sus actividades.

El problema era que cuando intentaban integrarme, yo ignoraba por completo los sentimientos de los demás e intentaba imponer mis ideas y resaltar, llamar la atención para sentir ese subidón de dopamina que desde muy pequeño había estado recibiendo y que me hacía sentir eufórico. Era como un niño en una cabalgata, intentando coger los caramelos que soltaban los adultos en forma de halagos y admiración, y para ello debía pisar las cabezas de los demás y llegar más alto. Quería llamar la atención de los mayores para recibir sus alabanzas y sentir su orgullo por mí. Aquello era lo que mi cerebro identificaba como “importante”. Y, sin embargo, jamás encontré como “importante” que los compañeros también se sintieran alabados y admirados. No entendía que los demás niños necesitaban sentirse importantes también. El éxito de la competición me cegaba, y nadie reparó en que la venda de mis ojos estaba provocando que me desviase de la verdadera felicidad.

Veinte años después soy capaz de entender mis errores, pero ya es tarde para cambiar las consecuencias de mis acciones. El núcleo de mi mente se adaptó a ese estado de duda constante sobre mí mismo, aceptó que lo normal es que el mundo me rechace, que las personas muestren su disconformidad con mis acciones y que todo sea terrible. Y aunque la corteza que ahora predomina en mi mente de adulto entienda que ya no necesito predecir el futuro y que voy a estar a salvo pase lo que pase en la mayoría de situaciones, mi niño interior convive con la creencia de que el sufrimiento se encuentra a la vuelta de la esquina, de que no voy a poder apoyarme en los demás cuando necesite ayuda porque la gente no va a sentir lástima por mí.

Lo que siento en el fondo es miedo. Ahora lo veo más claro que nunca. Y el miedo sólo se puede vencer dando la cara. Al permitir que mi mente intente predecir el futuro y cambiar aquello que no le gusta, estoy cediendo al miedo y a la inseguridad que mi mente simplista lanza constantemente. Esto no va a cambiar nunca, y voy a seguir sintiendo ese miedo y esa inseguridad siempre. Pero lo que sí puedo cambiar es mi relación con ese miedo y esa inseguridad. Puedo abrazarlos y demostrarle a ese chimpancé que no hay nada que temer ni de lo que estar inseguro, para que al final mi respuesta automática al miedo y la inseguridad no sea huir y protegerme, sino abrirme a ellos y desafiar la lógica instintiva que mi cerebro aprendió de una situación que fue inevitable, pues no tenía las herramientas de las que dispongo ahora.

Soy una nueva persona conviviendo en un cuerpo antiguo, y los cambios profundos llevan tiempo. Por eso, a partir de ahora he decidido prestar atención a mi miedo y mi inseguridad, a mi necesidad de sentirme alabado y acreditado, de recibir mérito y reconocimiento, para empezar a dejarlos marchar y permitir que la realidad me afecte como tenga que afectarme, pues ya tengo la capacidad suficiente para defenderme de los peligros y para seguir proyectando mi camino personal en la dirección en la que yo deseo, a pesar de las dificultades.

La vida lleva implícita una gran dosis de conflicto inevitable. Llevo toda la vida intentando evitar el conflicto porque no me siento fuerte ni protegido, porque siento que voy a perder y que la pérdida es insufrible. Pero el auténtico poder no lo tiene aquél que afronta un conflicto sabiendo que va a ganar, sino quien lo afronta sabiendo que pase lo que pase, va a salir más fuerte. Al final todos morimos tarde o temprano, así que por muchos conflictos que ganemos en la vida, la última batalla está perdida de forma inevitable, y dejaremos este mundo igual que como llegamos a él, solo que con el karma un poquito más limpio.