domingo, 7 de julio de 2013

Transición

La vida tiene etapas, y como seres humanos nos gusta delimitar las cosas, ponerles nombre y tener clara nuestra opinión acerca de ellas poniéndoles adjetivos. De este modo nuestra mente es capaz de ubicarse mejor en el tiempo, creando una sensación de autenticidad que nos alivia. Si en el pasado hubo un error, fue en otro tiempo, ya no somos aquella persona. Ahora es diferente. Eso es lo que nos gusta pensar.

En realidad éste es un enfoque más del asunto, posiblemente el más común. Existen otros puntos de vista, pues a cada persona le van mejor unos que otros. Suele coincidir que al final de las etapas más trascendentales de nuestra vida nos autoevaluamos y sacamos conclusiones, la mayoría de las veces precipitadas y erróneas. Delitimamos el principio y el fin de cada tramo con uno o varios acontecimientos, aumentando la importancia que le damos a éstos y viéndolos como causantes principales de lo que vino después. De este modo nos olvidamos de los pequeños detalles que realmente dieron lugar a todo. Así se crean las conclusiones equivocadas y nuestra lección está mal aprendida.

Personalmente me considero en una etapa intermedia de mi vida, una etapa puente. Creo que he ido dejando atrás muchos lastres que me dificultaban avanzar en mi viaje, tanto conceptuales y emocionales como materiales. Algunos de estos lastres han sido abandonados por decisión propia, otros se han ido solos por su propio peso, ya que cuanto más nos retiene algo mayor es la fuerza que usamos para seguir caminando y de este modo lo que no te mata te hace más fuerte. Por eso mismo aprendí a identificar los lastres más gordos y a eliminarlos. Pero luego comprendí que los lastres grandes no eran los que me frenaban y me impedían ver el resto de lastres pequeños que, en conjunto, eran los que realmente ralentizaban mi avance.

Los defectos de cada uno son difíciles de borrar. Mi obsesión con mis lastres ha acabado por desfigurar el sentido de mi viaje y me he encontrado perdido entre la maleza, a leguas de distancia del camino. Por mirar a mis pies y querer cambiar mi forma de caminar perdí el rumbo, y con él mi horizonte. Pero al darme cuenta de esto pensé que era una buena oportunidad para replantearme mis metas. Ya había abandonado el camino, y lo único que quedaba del pasado eran aquellos lastres permanentes. Me centré en caminar e intenté olvidarme de los lastres, pero su constante fuerza dificultaba mi búsqueda de un nuevo horizonte. Finalmente me senté a esperar. Estuve allí sentado con mis lastres un tiempo, hasta que me acostumbré a su presencia. Resultaba que mientras no tuviera que andar no me molestaban. Pero no podía quedarme allí sentado para siempre, y me puse en pie.

Ahora camino de nuevo todavía sin rumbo fijo. Junto a mí se arrastran los recuerdos que me atormentan en sueños invitándome a volver sobre mis pasos. Quiero correr pero no puedo, el peso de los errores me retiene. No hay más decisiones que tomar, pues aunque el suelo alrededor esté formado por guijarros y tierra árida algún día me cruzaré con un sendero, y para entonces estos lastres que llevo me habrán dado la fuerza necesaria para superar las adversidades.

Y si no, pues sonreiré.

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